La máscara de Antígona

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La máscara de Antígona

Nicola Chiaromonte y la ética contra la Modernidad

Cesare Panizza*

 

«…no se trata, para aquellos que creen en un individuo ideal, de imponer Sócrates a Calígula, Pericles a Atila; es simplemente que la existencia de Sócrates se convierte en un punto de apoyo para la formación del modelo y del juicio, fuente de autoridad moral cuya energía no se mide en base a la aprobación o desaprobación de los Atila y los Calígula, sino en virtud de las palabras pronunciadas por Antígona: Sé que agrado a quienes debo agradar».

Nicola Chiaromonte
Notas sobre la civilización y las utopías (1935)

 

Si hubiera que aventurar qué del teatro griego le habría gustado encarnar a Chiaromonte, sin duda alguna se habría decantado por Antígona. La heroína de Sófocles era su heroína. El problema filosófico en torno al cual cabe resumir la tragedia es el problema que lo atormentó durante toda su vida. ¿Puede prescindir la política de la moral, puede ser ejercida —tanto si se concibe como el mayor de los bienes o como el mal menor— con el único fin de la salvación del Estado, de la perpetuación del poder en el tiempo? ¿O existen valores irreductibles —aquellos que atestigua la conciencia individual, unas nociones mínimas del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto— que justifiquen la desobediencia individual? ¿Es posible hallar una armonía entre estos dos polos en tensión, entre la necesidad que obliga a Creonte a no mostrar piedad en nombre de la cohesión de la comunidad, y el rechazo de Antígona a ser obligada a cometer —por omisión— una acción injusta no dando sepultura a su hermano, Polinices? ¿Y quién de los dos, al aceptar su trágico destino, puede considerarse que actúa en libertad? ¿Antígona, que por ser fiel al ideal de la phìlia va al encuentro de su destrucción física, llegando incluso a darse muerte? ¿O Creonte, que asiste impotente a las consecuencias de sus decisiones que se desencadenan sin control, a la muerte de toda su familia? Para Chiaromonte, la respuesta no admite dudas. Mientras que Creonte, sometido a la lógica «realista» de la razón de Estado, ha aceptado convertirse en un instrumento de ésta, «reificándose» y condenándose así a una soledad que es el atributo de su no-humanidad, Antígona, por el contrario, ha conservado su dignidad de ser humano. El suyo, sin embargo, no es un mero gesto moral cuyos efectos se extingan en el ámbito del afecto familiar. Más que la lógica que empuja a Creonte a dar a Tebas leyes inhumanas para poner fin a la guerra civil, infringiendo según Sófocles las nomoi agrofoi, las leyes no escritas de las divinidades ctonie, es la transgresión de Antígona la que garantiza la continuidad de la comunidad en el tiempo, la que permite, en definitiva, salvar la ciudad de las guerras intestinas. Su rechazo a obedecer preserva en realidad la posibilidad de que la polis se dote de un orden justo. Más allá de cumplir con el destino de los labdácidas y redimir la culpa de Edipo, Antígona revela la razón de ser de la política, la dimensión horizontal de la vida compartida, permitiendo que se regenere. Así, una pulsión ética sincera inspira un gesto de rebelión que, pese a su apariencia impolítica al estar fundado en los lazos familiares y en un principio individualista, está prefigurando un orden político inspirado en una noción de justicia corregida por la phìlia, es decir, capaz de dar cuenta de la pluralidad que atraviesa el mundo de los seres humanos.

A lo largo de su biografía, Nicola Chiaromonte distinguió los rasgos de Antígona en los rostros y en las obras de las personas que lo rodearon, que él amara y atisbara. Los atisbó en Andrea Caffi, Albert Camus e Ignazio Silone, y de manera indirecta en Simone Weil o Boris Pasternak. También en Melanie von Nagel, y en tantos otros compañeros de viaje de una vida que constituye asimismo un extraordinario y humanísimo —y, por tanto, jamás lineal― periplo de resistencia frente a la Historia y a la Política tal y como fueron concebidas en el siglo XX. Una vida, la suya, que dedicó a tratar de comprender qué era lo que había transformado en los últimos cien años la política entendida como una pregunta sobre la justicia —en el sentido mismo de vivir en sociedad como una condición sine qua non de la propia humanidad­— en una alucinación colectiva, responsable de una serie ininterrumpida de catástrofes —también y en especial de índole intelectual—, alucinación que no se vio remediada ni reparada por el extraordinario progreso económico y tecnológico del que fuera testigo el propio Chiaromonte.

En este recorrido humano e intelectual, el exilio fue uno de sus rasgos distintivos: estuvo lejos de Italia desde 1934 a 1947. Chiaromonte lo vivió como una ocasión excepcional para formarse en el sentido cosmopolítico, convencido como estaba de que el nacionalismo constituía la mistificación ideológica más inflexible a la que podía recurrir una política preocupada únicamente por la «razón de Estado». Y, con todo, en su caso el exilio debe interpretarse sobre todo como condición psicológica que permeó su personalidad: la sensación de no pertenecer nunca completamente al lugar donde se encontraba no lo abandonaría ni siquiera tras su regreso definitivo a Italia en 1953. No sólo porque el exiliado —y aquí tal vez se halle el rasgo que lo distingue del prófugo, por retomar una distinción habitual en este ámbito de estudios— es aquel incapaz de regresar de la experiencia del exilio: su mirada posee a partir de entonces el doloroso don (que él apreciaba) de la lucidez y la agudeza con las que ahora puede observar la realidad. Para continuar con la analogía con el personaje de Antígona, cuyo aislamiento de la comunidad era en realidad, paradójicamente, la condición para no separarse de ella, en Chiaromonte la condición de expatriado parece entrelazarse con algo mucho más profundo, con el desasosiego que nace del deseo de arrojar luz sobre una realidad —el — siempre oscura, huidiza, lacerada por la ambigüedad que, sin embargo, remite necesariamente a una verdad que por nuestra condición humana no podemos alcanzar sino de forma fragmentaria.

Sólo teniendo en cuenta todo esto es posible comprender en qué sentido Chiaromonte fue un «extranjero en su patria», y superar el lugar común —real, desde luego, pero que alberga en el fondo una recriminación muy superficial— que quiere hacer de su voz la del intelectual incómodo, ignorado en vida y olvidado después de su muerte, cuando no amordazado o reducido al ostracismo por la cultura de la Italia de su tiempo. No se trata, en definitiva, de «ajustar cuentas» con Chiaromonte, de darle la razón frente a una situación histórica (o frente a sus presuntos enemigos) que le habría impedido desarrollar libremente su personalidad intelectual para convertirse así en un «maestro reconocido» al que seguir escuchando incluso hoy día, tal vez en función de la elaboración de nuevas identidades políticas. Fue el propio Chiaromonte el que, mientras vivió, rehuyó celosamente ese papel, eligiendo como interlocutor no la sociedad en su conjunto (y mucho menos la «política»), sino los individuos y esa comunidad «imaginaria», pero no por ello menos real, conformada por sus amigos y sus lectores. Y tomó ese camino no sólo en virtud de una inclinación natural de su carácter, sino también en base a unas convicciones políticas muy claras, e incluso en un sentido «metodológico», hasta llegar incluso a teorizar el derecho universal de «vivir oculto» («A día de hoy», Tempo presente, diciembre de 1967). En este sentido, de entre las numerosas descripciones que hicieran de él, tal vez la que mejor se ajuste sea la expresada por Maurice Nadeau en ocasión de su muerte. Para este eminente historiador del Surrealismo, en realidad «en una época en la que el anonimato era una de las artes más difíciles, él tal vez fuera unos de los últimos maestros secretos de toda una generación de intelectuales europeos y norteamericanos», como por otra parte se constata por la relativa notoriedad de la que goza su figura y su obra más allá de las fronteras de Italia, sobre todo en el ámbito anglosajón y en Europa del Este.

Este trabajo biográfico, que busca reconstruir la reflexión ético-política de Chiaromonte, sigue el ejemplo del precioso volumen de Gino Bianco Nicola Chiaromonte y el tiempo de la mala fe, y se propone por tanto volver a llamar la atención de los estudiosos, no sólo necesariamente historiadores, sobre la personalidad intelectual de Chiaromonte, con la convicción de que su relevancia en la historia intelectual del siglo XX italiano (y no sólo). Es, en definitiva, una invitación a redescubrir el pensamiento que, por asistemático que resulte, es más, tal vez en virtud de esta característica, nos sigue ofreciendo una herramienta extremadamente útil para comprender nuestro presente.

 

* Introducción del libro de Cesare Panizza Nicola Chiaromonte. Una biografia. Donzelli, 2017. [Traducción de Salvador Cobo]

Viaje a la China maoísta

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Viaje a la China maoísta*

Nicola Chiaromonte

 

«A mi llegada, estaba cautivado; cuando me fui, lo que sentía era asfixia.

»Al llegar, durante un tiempo, uno se siente presa de la euforia: para empezar, en la frontera con Hong Kong, una vez se atraviesa el guerrero de Gengis Khan con la estrella roja en el casco, la estación de tren china es tan limpia, tan perfectamente inodora, incolora e insípida que, a ojos del viajero, esta China presenta el aspecto de una especie de Suiza. Y nada de registros, nada de aduanas: los primeros momentos son muy tranquilizadores.

»Al marcharme, dos meses después, me precipité hacia la salida. La única comunicación con el resto del mundo que posee esta China colosal es la verja de una estación de tren: es hacia ese lugar adonde uno se apresura con alegría, como si caminara hacia la luz que se adivina al final de un largo túnel, hacia el aire libre.

»¿Explicarán algún día los psicólogos el misterio de la libertad, fruto del cual el individuo que pone los pies en un país donde ésta no existe, sufre un malestar casi físico? Poco a poco, una angustia constante y sutil se mezcla con el aire que respiras, un fardo invisible que se cierne sobre la espalda.

»Al día siguiente de mi partida, respiraba a pleno pulmón el aire liviano de la libertad. A decir verdad, ahora sé que no tiene el mismo regusto que el otro…».

Así comenzaba, en el diario Le Monde del 17 de enero de 1956, la serie de dieciocho artículos en los que Robert Guillain daba cuenta de su segundo viaje a la China de Mao Zedong. Del primero, que Guillain llevara a cabo en 1949, había referido su admiración por la energía e integridad de los líderes comunistas chinos, así como su advertencia a Occidente de que el Estado de Mao era un fenómeno de un alcance y de una seriedad incalculables. Pero también había dejado por escrito las náuseas que había sentido ante las matanzas masivas y sistemáticas que habían acompañado a la victoria del ejército de Mao.

El segundo testimonio de Robert Guillain ha supuesto un terrible golpe a la retórica de progresistas y comunistas. Se trata, en primer lugar, de unos de los mejores periodistas en activo: sus artículos tienen el sello inconfundible de la verdad. Guillain ha vivido durante mucho tiempo en el lejano Oriente, conoce bien, y desde hace muchos años, China, habla chino; sus escritos no relatan impresiones, sino hechos observados y razonados; sus artículos de 1949 impedían despachar su testimonio como el de un anticomunista sectario; el periódico para el que escribe es famoso, al mismo tiempo, por su hostilidad hacia la política estadounidense y por la magnanimidad que dispensa a los regímenes comunistas. En segundo lugar, y mucho más importante, Guillain no niega en absoluto lo esencial de la tesis comunista: el imponente éxito político del régimen, su eficacia administrativa, los progresos de la industrialización, la posibilidad de que tuviera éxito incluso la empresa más ardua de todas, esto es, la completa colectivización de la agricultura, ordenada por Mao el 31 de julio de 1955, y anunciada al pueblo el 1 de octubre.

Guillain describe estos hechos en nueve de los dieciocho artículos. En los nueve restantes, explica y analiza algo que los comunistas tacharían tranquilamente de fútil «espiritualidad»: la condición asfixiante del aire que había respirado en China, la espantosa uniformidad de la existencia colectiva, la «socialización de los cerebros», el minucioso funcionamiento del control político sobre la población establecido por el régimen, labor en manos de los comités de barrio y de bloques de vivienda, en virtud del cual todo el mundo se sabe fatalmente vigilante y espía, sin necesidad de una abstrusa organización policial. Guillain describe también el terror ejercido contra los intelectuales, así como el terror antirreligioso: hechos corroborados en la prensa oficial y a través de testimonios directos.

Por un lado, una inmensa empresa organizativa y tecnológica; por el otro, un pueblo de seiscientos millones de individuos reducidos al estado de hormigas y de gramófonos. Hormigas y gramófonos voluntarios, insiste Guillain: representante, detentor y maestro de todas las virtudes, desde el pensamiento recto a la higiene doméstica, el Estado chino impone irremediablemente a sus súbditos, al menos en las apariencias, el ejercicio de la virtud voluntaria: porque, cuando impera por doquier la virtud, ¿quién osará declararse réprobo y corrupto?

En los artículos de Guillain, los comunistas hallaron un amplio reconocimiento de los éxitos materiales, y hasta del triunfo «moral», del régimen de Mao: o, al menos, del triunfo de su moral. Por tanto, deberían haberse quedado con ese reconocimiento, y despachar el resto como meras ensoñaciones burguesas. Pero no. Se declararon enemigos de Robert Guillain y desencadenaron en su contra una campaña que, tras recibir el pronto beneplácito y adhesión de Jean-Paul Sartre, rebasó las fronteras de Francia hasta alcanzar Italia.

El último eco de esta campaña es un artículo en el número de mayo de 1956 de Temps Modernes firmado por un tal Jacques Locquin, corresponsal de la agencia France Presse en Pekín. El señor Locquin contrapone su autoridad de periodista igualmente experto sobre China a la del «amigo» Guillain para demostrar que no, que por desgracia Guillain no ha conseguido comprender la nueva China. Tras diecisiete páginas de sofisterías y de distingos, a base de Estoy decepcionado… No habrías más que decir, pero… Yo creo sinceramente que Guillain se equivoca… La situación dista de ser definitiva…, se llega al quid de la cuestión: a eso que Guillain denomina «la socialización de los cerebros», y que Locquin rebate de manera harto curiosa:

¿Por qué esta disciplina? Por la sencilla razón de que, sin ésta, se destruiría el carácter igualitario de cada diente [del engranaje], que no debe ser ni mayor ni menor que su vecino; se deformaría todo el engranaje […] Ciertos «dientes» deben ser cepillados para poder encontrar su lugar; otros han aumentado de tamaño. Pero, poco a poco, tanto unos como otros adquieren conciencia de su papel y lo cumplen. La revolución china se hace así: la transición de «hormiga-esclava» a «diente de engranaje», de estado gregario a estado colectivo.

Nada de hormigas reaccionarias: dientes de engranaje progresistas y conscientes. ¿Apreciáis la diferencia? «Se trata de una clara victoria para los individuos», añade nuestro Tartufo.

Aun así, por muy hipócrita que sea, el señor Locquin tiene las de perder. Guillain nos ha proporcionado hechos, documentos, la viveza de unas observaciones veraces y, por encima de todo, el juicio de un cerebro no «socializado». Locquin, por el contrario, sólo puede ofrecernos diecisiete páginas de casuística y la demostración palmaria de hallarnos ante una mente encadenada.

*

Con todo, el señor Locquin en cierto sentido ha logrado lo que quería, a saber: insinuar con mucho tiento que siendo Guillain el hombre que es, con sus dotes pero también con sus lagunas («un aristócrata del espíritu, prototipo de esos grandes intelectuales […] que se esfuerzan en dar al siglo XX la apariencia del siglo XVIII», como lo define el «amigo» Locquin en su intento de ahogarlo con su abrazo), evidentemente no ha podido captar el objeto China en toda su verdad, sino únicamente aquello que le permitían vislumbrar sus anteojeras. De modo que, si no ha captado toda la verdad, es lícito argumentar que lo que Guillain no ha visto es precisamente lo fundamental, aquello que nos permite restar a valor a lo que ha escrito y apostarlo en la esfera de lo relativo y de la subjetividad: tropelías propias de un gran intelectual, impresiones de un aristócrata del espíritu irritado. Y asunto resuelto…

Vale la pena detenerse a admirar y contemplar este sofisma en todo su esplendor. Se trata de un sofisma en el que, desde 1917, una miríada de intelectuales, periodistas y funcionarios ha desplegado todo su ingenio con el fin de justificar todas las tiranías modernas, asegurar su carácter fatal e inevitable, su racionalidad, su bondad fundamental; y, por encima de todo, con el objetivo de colegir la necesaria felicidad de sus súbditos, o al menos su adhesión activa, o, a falta de ésta, su aceptación pasiva, evidente en todo caso. Esto último basta para volver de rebote a la susodicha fatalidad, inevitabilidad, racionalidad y bondad. El círculo vicioso es perfecto.

El primer término de este sofisma es la equivalencia, postulada de forma implícita, entre una comunidad humana y un cuerpo sólido y estable, un objeto material si se quiere, del que hace falta tomar las medidas y examinar sus propiedades. Ahora bien, una de dos: o se es capaz de conocer y definir este objeto en toda su amplitud, o bien se carece del conocimiento necesario y se debe recurrir al juicio de quien sí posee dicho conocimiento.

El segundo término del sofisma es que, al ser el cuerpo en cuestión una sociedad política, debe ser estudiado y examinado según las leyes de la política y la lógica del poder, esto es, desde el punto de vista de la razón del Estado en cuestión. En cuyo caso, una vez más, una de dos: o tomáis esta razón de Estado como punto de partida para vuestros juicios, o bien os dais el lujo de divagar y errar cual aristócratas del espíritu.

Por último, el tercer término del sofisma es que los únicos juicios pertinentes son aquellos en que la Parte (el individuo, un hecho particular, la repulsa moral o intelectual) se remite sistemáticamente a las exigencias superiores del Todo estatal o, en los casos más difíciles, a la de su futura e indefinida perfección: «la situación dista de ser definitiva», apostillaba el señor Locquin. En cuyo caso, de nuevo, una de dos: o esa operación la lleváis a cabo vosotros, siendo jueces ecuánimes, o bien insistís en vuestras discrepancias y constataciones, lo que significa que vivís en el siglo XVIII, si no en las tinieblas de la reacción.

Armados de un sofisma semejante, en los últimos cuarenta años los intelectuales más consecuentes y necesitados de un Estado ideal al que servir y venerar (o sobre el que teorizar) han optado por el Poder, ignorando de forma sistemática a las víctimas, el destino de los individuos y las comunidades humanas subyugadas. Sobre éstas, solía argumentarse: 1) que debían ser felices; 2) que lo eran; 3) que, si no lo eran, no había nada que hacer: este tipo de poder no había salido de la nada, era el reflejo de sus anhelos, de modo que no tenían más remedio que padecerlo y, a fuerza de padecerlo, colaborar en su mejora. Una sola cosa resultaba inútil: acusar a tal o cual Poder, en nombre de una idílica «naturaleza humana», de cometer vilezas que, en realidad, eran la demostración de su extraordinaria e invencible cohesión.

Sólo hay un modo de romper este sofisma: afirmando que una comunidad humana no es un objeto físico, sino una trama constante, un sinfín de situaciones y de relaciones que sólo podemos conocer mediante una experiencia limitada e incierta. Por ello, todo testimonio sincero, toda voz genuina, poseen el valor de un síntoma válido.

Los síntomas más inequívocos, debido a su extrema simplicidad, son los que proceden del poder y del comportamiento de los individuos ante el poder. Un poder que se considere fundamentalmente justo y virtuoso, y que además arranque a sus ciudadanos la pública ratificación de ese aserto, es sin ningún género de dudas un poder absolutamente tiránico. En cambio, un poder cauto ante la justicia y la injusticia, y una sociedad inquieta, agitada y descontenta, son síntomas indiscutibles de libertad. Estos son los postulados básicos de la conciencia política, postulados que los últimos cuarenta años de historia europea nos han obligado en efecto a redescubrir.

En cuanto al tipo de individuo de cuyo testimonio conviene fiarse en este tipo de cuestiones, es evidentemente aquel que, como Robert Guillain, es capaz de advertir la diferencia entre el aire de la libertad y el «otro».

* Tempo Presente, julio de 1956. Traducción de Salvador Cobo.

Joseph Frank – Nicola Chiaromonte: la ética de la política

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Nicola Chiaromonte: la ética de la política

Joseph Frank*

 

Escribir sobre Nicola Chiaromonte significa, para mí, decir adiós a un viejo amigo, y no puedo evitar la tentación de intentar que reviva otra vez, aunque sólo sea por un instante, para quienes lean estas páginas. Por suerte, no dependo de mi limitado talento literario para invocar su presencia. Puedo solicitar el auxilio del extraordinario don de André Malraux para la evocación, quien inmortalizara la esencia de Nicola Chiaromonte —sólo su esencia— en el personaje de Scali en L’Espoir (La esperanza). Exiliado de la Italia fascista durante los años treinta en París, Nicola fue miembro del escuadrón aéreo de Malraux perteneciente a las Fuerzas Aéreas de la República española, y es en las páginas de la gran novela de Malraux donde permanecerá para siempre su imagen.

En la primera aparición de Scali en el libro, Malraux resalta su aspecto físico, poco fuera de lo común; no queda claro si es español o italiano: «El rostro de Scali, un poco mulato, en realidad era corriente en el Mediterráneo occidental». En verdad, Nicola tenía las facciones de un campesino italiano —igual que su íntimo amigo Ignazio Silone—, y esto se traducía en un rostro que poseía una claridad, una inclinación natural a la amabilidad y una dignidad y cortesía instintivas que parecían ser los rasgos distintivos de esa raza. Sus modales mostraban asimismo algo de esa calma, severidad y profunda seriedad del comportamiento campesino, de individuos que viven en estrecho contacto con la tierra. No había en él precipitación ni locuacidad, nada de nervioso o agitado. La primera vez que lo vi fue en París, a principios de los años cincuenta, y recuerdo la severidad con la que sobresalía en medio de esos intelectuales franceses febriles e inteligentes a los que yo había empezado a ver con mucha frecuencia en el mismo lugar (las tertulias de H. J. y Celia Kaplan, que tanta importancia tuvieran para las relaciones intelectuales franco-estadounidenses de aquel tiempo). Nicola era un miembro destacado del ambiente intelectual francés de esos días, cuando el existencialismo aún trataba de sentar las bases de una nueva filosofía de socialismo libertario y democrático. Pero uno podía advertir que él procedía de un mundo distinto, y que toda esa brillante palabrería a él le impresionaba mucho menos de cuanto pudiera parecer. O por lo menos, como consecuencia de haber combatido el estalinismo desde principios de los años treinta, y por su participación en la Guerra Civil española, era capaz de advertir hacia dónde se dirigía buena parte de estos razonamientos embriagadores, así como dónde terminarían desembocando muy pronto: en la aceptación de la izquierda totalitaria como única opción de futuro. Seguir leyendo «Joseph Frank – Nicola Chiaromonte: la ética de la política»

Apocalipsis nuclear y razón de Estado

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Apocalipsis nuclear y razón de Estado*

 

Robert Oppenheimer ha afirmado en París que él sí cree en el Apocalipsis nuclear, explicando además que, por «Apocalipsis», él entiende la destrucción de la humanidad, no cualquier desastre, por inmenso que fuese. «Ya no nos es lícito pensar que el género humano podría sobrevivir a una guerra nuclear». Interrogado por la eficacia de un control internacional o acerca de un acuerdo de desarme, el célebre físico ha respondido que se trataría de paliativos, y además inviables, porque, dada la evolución actual de la ciencia, toda medida de control que se acordara probablemente quedaría obsoleta en un par de años. En cuanto a la «bomba limpia[1]» de la que tan orgulloso se siente su colega Edward Teller, Oppenheimer ha señalado que no deja de ser un artilugio capaz de destruir todo lo que se halle en un radio de ochocientos kilómetros cuadrados, y por tanto no eliminaría el carácter de «suicidio ciego» implícito en el uso de este tipo de armas.

Los motivos del pesimismo de Oppenheimer son evidentes: carece de confianza alguna no sólo en la sabiduría, sino incluso en el simple raciocinio de los hombres de Estado, militares y expertos de los que dependen hoy en día las «decisiones importantes». Nuestro científico no dice que los hombres de Estado, los militares y los expertos sean unos estúpidos, ni que estén locos; afirma que todos ellos se encuentran en una situación tal que sólo les permite actuar de manera estúpida y descabellada: es decir, deben ignorar deliberadamente la enorme magnitud de los problemas que plantean sus actos. Si lo reconocieran, deberían dejar de actuar como actúan, pero para hacerlo deberían adoptar un principio de acción distinto del único que son capaces de comprender: la razón de Estado. Las armas nucleares, y aquellas no menos terribles de las que no se habla pero que también existen, exigirían que se pensase en términos de destino de la humanidad y de la naturaleza del universo, y no en término de Estados. Sin embargo, el universo y la humanidad son conceptos vagos, y el del Estado, por el contrario, es un concepto preciso, o eso parece. Por lo tanto, están dispuestos a adoptar todos los paliativos imaginables (aunque esto también sólo en teoría), pero no medidas radicales, las únicas eficaces. Y la medida más radicalmente indispensable sería, a día de hoy, la adopción de formas de pensar proporcionales a la nueva realidad de un mundo donde todo es posible y nada es seguro, en el que toda presunción de certeza corre el riesgo de provocar una catástrofe. Cuáles podrían ser estas formas de pensar más apropiadas es algo que, sin embargo, nadie sabe: tampoco los científicos. Oppenheimer dice que haría falta un nuevo tipo de filósofo que empezase a sugerirlas. Hoy por hoy, solamente puede afirmarse que la humildad, la cautela y el reconocimiento de nuestra ignorancia deberían ser sus primeros postulados.

Oppenheimer describe la situación moral del científico contemporáneo en estos términos: «El desarrollo de la ciencia ha venido acompañado de un grado de especialización tal que, en la actualidad, no hay nadie que pueda poseer más que una ínfima parcela del conocimiento humano. Esto suscita un sentimiento de ignorancia y soledad cuya intensidad parece proporcional al conocimiento… En lo que concierne a los científicos nucleares, a este desconcierto se le suma el miedo a un arma sobre la que ninguna cifra exagera su horror, y que debería llenar de pesadumbre el espíritu de toda persona honesta que se encuentre en una posición de poder».

La paradoja de la ciencia moderna reside en que este sentimiento de ignorancia y de soledad, esta reducción de lo que un individuo puede saber a un parcela cada vez más insignificante, camina de la mano de la certeza de la apertura de horizontes ilimitados de conocimiento y poder. «Creo que la idea de progreso científico está ligada de manera indisoluble a la noción de destino humano», afirma Oppenheimer; y cabría interpretar que, entre otras cosas, quiere decir que ningún avance del conocimiento es hoy puramente teórico: incluso las construcciones más abstrusas de las matemáticas pueden convertirse en medios para influenciar, modificar o poner en peligro las condiciones de existencia de la humanidad. En consecuencia, el científico no puede sentirse en ningún momento exento de responsabilidad, libre de jugar con las hipótesis, seguro, como se sentía en el siglo pasado, de que sus descubrimientos no pueden, en definitiva, sino ser útiles a la humanidad.

Según Oppenheimer, el científico no puede siquiera contar con la idea de que, de la conjunción del límite cada vez más estrecho de lo que puede saber un individuo y del vertiginoso desarrollo del conocimiento, se acabará desembocando en una síntesis armónica y global: «El conocimiento jamás volverá a tener, en mi opinión, un carácter global… Estamos condenados a vivir en un mundo en el que, cada vez que se plantee un problema, de éste surgirá inmediatamente uno nuevo, y así indefinidamente. Una de las características más angustiosas del conocimiento es su irreversibilidad. Temo que aquellos que aspiran hoy día a la síntesis o a la unidad no hacen más que apelar a un tiempo ya desaparecido. Creo que una síntesis semejante sólo podría obtenerse con el precio de la tiranía o de la renuncia. Para mí, el único camino posible es el de la búsqueda del equilibrio: el científico lo practica sin cesar. Es precisamente la disciplina científica la que lo obliga a ese equilibrio, la que le impone distinguir lo nuevo de lo habitual, lo esencial de lo superfluo, el heroísmo de la servidumbre. La ciencia exige una noción de verdad exenta de ambigüedad… Implica necesariamente una fraternidad y una comunidad de espíritu y de acción sin la cual el hombre quedaría impotente, prisionero de una visión demasiado angosta de su condición en un universo demasiado complejo y demasiado vasto. Si la experiencia del científico se pudiera comunicar —y considero importante que así sea—, esto permitiría preparar a un mayor número de individuos para la difícil situación en la que se halla el hombre en el universo, situación ante la cual tanto los filósofos como los gobernantes de nuestra época me parecen cruelmente anacrónicos».

Oppenheimer, por tanto, predica la humildad y el equilibrio. Esta lección él la aprendió como consecuencia de una experiencia que resultó ser una prueba definitiva: el hecho de haberse encontrado, como científico, en lo más alto, entre aquellos que tomaron las grandes decisiones, y por haber tenido que actuar también él de forma descabellada, esto es, sin saber lo que hacía, sin poseer un criterio fiable de elección; a ciegas y por ciega necesidad. Había fabricado la bomba atómica sin saber si lograría hacerlo ni qué haría exactamente de lograrlo. Cuando se construyó, no supo con certeza qué uso debía hacerse de ella: si era lógico emplearla contra los japoneses, o —como proponían algunos científicos— limitarse a llevar a cabo una demostración espectacular de su poderío. En la duda, él se mostró de acuerdo con los hombres de Estado y los militares, los cuales, obviamente, pensaban que un arma es un arma: está hecha para aniquilar al enemigo, no para llevar a cabo una «demostración». Y, aún hoy, Oppenheimer sigue sin saber qué era lo más apropiado: «Por lo que a mí respecta —confesaba— no sería capaz, ni siquiera después de tantos años, de asumir la responsabilidad concerniente a Estados Unidos en 1945». La responsabilidad era demasiado grande para la conciencia de un mero individuo. Por tanto, la asumió un Estado, por razones de Estado. Las razones de Estado no eran, desde luego, más clarividentes que las de físicos como Franck y Szilard: solamente resultaban más poderosas a corto plazo. Esos científicos pensaban en el porvenir, mientras que los generales y los gobernantes pensaban en el presente más inmediato: terminar la guerra de un solo golpe con una prueba de poder ilimitado. Los científicos tenían razón en cuanto al porvenir. Pero la bomba había sido fabricada por un Estado, y era normal que prevaleciesen las razones de Estado: había también en ellas una lógica propia, que era la lógica de los resultados inmediatos. A corto plazo, lo que se necesitaba era la certeza de la mayor eficacia posible, y ésta sólo podía alcanzarse haciendo un uso serio de la bomba. Después ya se vería.

Lo que ha tenido lugar es la continuación mecánica de la lógica de la razón de Estado, la lógica de la inmediatez y de la eficacia. Se ha llegado a una situación en la que la decisión de si usar o no armas despóticas ha terminado por depender no de una decisión humana, sino de un cálculo electrónico de las probabilidades más o menos grandes que una situación x identificada por unas máquinas pueda transformarse en una situación en la que un Estado, bajo la amenaza de muerte inminente, no tenga más opción que desencadenar sobre su enemigo la misma amenaza. En 1945 no se sabía a dónde nos dirigíamos. Hoy lo sabemos cada vez menos. En compensación, lo que no nos falta es la evidencia de su eficacia absoluta, evidencia que crece sin cesar. De lo que carecemos es de ese sentido de la humildad y del equilibrio que debería nacer, en «toda persona honesta», como consecuencia del horror de hallarse en una posición donde ejercer un poder desmesurado, con la única certeza de su propia ignorancia. En cambio, de la ignorancia abismal sobre el «universo demasiado vasto y demasiado complejo» que nos rodea y nos domina, los gobernantes modernos no saben extraer más lección que la de llevar las cosas hasta el extremo. El colmo de la hybris.

Sin embargo, el colmo de los errores sería pensar que puede existir un remedio inmediato y directo para la situación tan extrema —oscurecida por la obsesión de la inmediatez— a la que hemos llegado. Necesitamos hacernos a la idea de que la solución es terriblemente difícil y se encuentra muy lejos. Lo fundamental es comprender antes de actuar. Oppenheimer ha querido decir esto cuando ha afirmado que sólo saldremos de esta cuando los pueblos sean gobernados por un tipo de filósofos que aún no existe.

* Tempo Presente, Año III, número 5, mayo de 1958. Traducción y notas de Salvador Cobo.

[1] Se trata de la bomba de hidrógeno, o Bomba H. Debe recordarse que fue Teller quien acusó a Oppenheimer de ser en realidad un espía comunista.

Gustaw Herling – En la muerte de Nicola Chiaromonte

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En la muerte de Nicola Chiaromonte

Gustaw Herling*

 

18 de enero 1972

Me llama R. por teléfono desde Roma: ha muerto Nicola Chiaromonte. Un infarto, el segundo después de más de diez años. Ni siquiera estaba en su casa, sino en las oficinas de la radio, donde estaba grabando un programa. Decir que he perdido un amigo entrañable y fiel se queda muy corto. Últimamente no nos veíamos mucho, pero a mí me bastaba saber que tenía cerca a alguien como él, un hombre maravilloso. Sin él será difícil vivir en Italia, difícil y vano. Además del dolor, la sensación de una amenaza que se cierne sobre mí. Seguir leyendo «Gustaw Herling – En la muerte de Nicola Chiaromonte»

El Dios del Progreso

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El Dios del Progreso*

Se habla de crisis, y corremos el riesgo de contentarnos con la idea de que, como estamos en crisis, sólo tenemos que esperar a que aparezca una solución. Sin embargo, en el origen de la palabra —en la raíz indoeuropea—, además de la idea de «corte» y de «herida», también está la de «división» que, en la forma más cercana al vocablo tal y como lo usamos nosotros, se convierte en «cribar», «discernir» y, por último, «juzgar» y «decidir».

Naturalmente, si se trata de especular en torno a una nueva religión, o de programar una sociedad que funcione a la perfección, estas son cuestiones que deben dejarse a los especialistas de lo futurible, y a esas excéntricas congregaciones de expertos autorizados que en Estados Unidos llaman Think Tanks: tanques de pensamientos. Pero en realidad aquí estamos hablando de escuchar, percibir, observar y reflexionar sobre lo que sucede a nuestro alrededor y sobre los argumentos que se suelen esgrimir, para después, eventualmente, dar nuestra opinión sin prestar atención a los ídolos de la tribu.

Ahora bien, en los argumentos que oímos a nuestro alrededor, así como en el lenguaje cotidiano —por no hablar del lenguaje de la radio y la televisión—, hay un hecho que impresiona mucho más que esa conocida y ficticia diferencia entre progreso material y progreso espiritual, y más aún que esa aparente separación entre las llamadas «dos culturas», la humanista y la científica. Este hecho es que nosotros —todos nosotros, desde el intelectual refinado hasta el lector corriente de periódicos y revistas— seguimos hablando el lenguaje del progreso, cuando en el progreso ya no creemos. Y no creemos en él por la simple razón de que no existe. Lo único que existe son los éxitos sensacionalistas de la técnica científica, biológica o física, las empresas espectaculares de la astronomía, los resultados portentosos de la cirugía. Pero el progreso, tal y como fue concebido por Bacon y Descartes y, con determinación creciente, en los siglos posteriores hasta el comienzo del nuestro (hasta 1914, para ser exactos), ya no resulta creíble porque ya no tiene lugar. Seguir leyendo «El Dios del Progreso»

Albert Camus

Albert Camus*

 

Ha muerto un hombre, y piensas en su rostro con vida, en sus gestos, en sus actos, en los momentos compartidos con él, tratando de reconstruir una imagen disuelta para siempre. Ha muerto un escritor: reflexionas sobre su obra, sobre sus libros, uno a uno, sobre el vínculo que los unía, sobre el movimiento hacia un significado más profundo que hacía de la vida, y tratas de formar un juicio que dé cuenta del impulso último del que surgían esos libros, y que ahora está roto. Sin embargo ni la imagen del hombre se obtiene a partir de la suma de los recuerdos, ni la figura del escritor a partir de la suma de sus obras: ni el hombre a través del escritor, ni el escritor a través del hombre. Todo es fragmento, todo está inacabado, todo es presa de la mortalidad, aun cuando el destino parezca haber concedido al hombre y al escritor vivir hasta el límite de sus fuerzas, dar todo lo que humanamente podía dar, como en el caso de Tolstoi. La historia de un hombre siempre está incompleta, y basta con pensar en lo que pudo ser diferente —casi todo— para saber que su historia jamás podrá contener el significado de una vida humana, sino únicamente aquello que le fue dado ser y ofrecer. La verdad se hallaba en la presencia viva, y nada puede sustituirla. La inmortalidad es una ilusión, también para el arte y para el pensamiento: son las reliquias mudas que sobreviven a la erosión del tiempo y a los desastres de la historia, como los monumentos de piedra. Pero en esta misma fragilidad —que iguala la existencia más humilde con aquella que erróneamente llamamos «grande», y que lo es nada más que por haber tenido la suerte de poder expresarse—, se encuentra el sentido y el valor de la vida humana; y este valor permanecerá para siempre.

Albert Camus apareció en mi vida en abril de 1941, en Argelia, a donde había llegado desde Francia en calidad de refugiado. Lo conocí pronto, porque en Argelia era famoso: era la cabeza visible de un grupo de jóvenes periodistas, estudiantes, aspirantes a escritor, amigos de los árabes, enemigos de la burguesía local y de Pétain, que hacían vida en común, pasaban los días a orillas del mar o paseando por el monte, por las noches escuchaban música y bailaban, esperanzados con una victoria de Inglaterra, y desahogaban como podían el malestar que sentían por lo que había sucedido en Francia y en Europa. También hacían teatro, y estaban preparando la producción de Hamlet, donde Camus, además de director, representaba a Hamlet, y su mujer Francine a Ofelia. Continúa leyendo